Friday, July 17, 2015

Las Florecillas de San Francisco Capítulo XVIII




Cómo San Francisco reunió un capítulo de cinco mil hermanos
en Santa María de los Angeles


El fiel siervo de Cristo Francisco reunió una vez un capítulo general en Santa María de los Angeles, al que asistieron cinco mil hermanos (11). En él estuvo presente Santo Domingo, cabeza y fundador de la Orden de los Hermanos Predicadores; se dirigía de Borgoña a Roma, y, habiendo sabido de aquella asamblea capitular reunida por San Francisco en la llanura de Santa María de los Angeles, fue a verla con siete hermanos de su Orden (12).



Se halló también presente a este capítulo un cardenal devotísimo de San Francisco, al cual él le había profetizado que sería papa, y así fue (13). Este cardenal había llegado expresamente de Perusa, donde se hallaba la corte pontificio, a Asís; y todos los días iba a ver a San Francisco y a sus hermanos; a veces cantaba la misa, otras veces predicaba a los hermanos en el capítulo. Experimentaba grande gozo y devoción este cardenal, cuando iba a visitar aquella santa asamblea, viendo en la explanada, en torno a Santa María de los Angeles, sentados a los hermanos por grupos; sesenta aquí, cien allá, doscientos o trescientos más allá, todos a una ocupados en razonar de Dios; unos llorando de consuelo, otros en oración, otros en ejercicios de caridad; y en un ambiente tal de silencio y de modestia, que no se oía el menor ruido. Lleno de admiración al ver una multitud tan bien ordenada, decía entre lágrimas de gran devoción:



-- ¡Verdaderamente éste es el campamento y el ejército de los caballeros de Dios!



En toda aquella muchedumbre, a ninguno se le oía hablar de cosas vanas o frívolas, sino que, dondequiera se hallaba reunido un grupo de hermanos, se les veía o bien orando, o bien recitando el oficio, o llorando los propios pecados y los de los bienhechores, o platicando sobre la salud del alma. Había por toda la explanada cobertizos hechos con cañizos y esteras, agrupados según las provincias a que pertenecían los hermanos; por eso este capítulo fue llamado el capítulo de los cañizos o de las esteras. De cama les servía la desnuda tierra; algunos se acostaban sobre paja; por almohada tenían una piedra o un madero.



Todo esto hacía que todos los que los veían o escuchaban les mostraran gran devoción; y era tanta la fama de su santidad, que de la corte del papa, que estaba a la sazón en Perusa, y de otros lugares del valle de Espoleto iban a verlos muchos condes, barones y caballeros, y otros gentileshombres, y mucha gente del pueblo, así como también cardenales, obispos y abades, además de otros clérigos, ganosos de ver una asamblea tan santa, tan grande, tan humilde, como nunca la había conocido el mundo con tantos hombres santos juntos. Pero, sobre todo, iban para ver al que era cabeza y padre santísimo de toda aquella santa gente, aquel que había arrebatado al mundo semejante presa y había reunido una grey tan bella y devota tras las huellas del verdadero pastor Jesucristo.



 Estando, pues, reunido todo el capítulo general, el santo padre de todos y ministro general, San Francisco, a impulsos del ardor del espíritu, expuso la palabra de Dios y les predicó en alta voz lo que el Espíritu Santo le hacía decir. Escogió por tema de la plática estas palabras:


Las Florecillas de San Francisco. Capítulo XIX


Cómo fue revelado a San Francisco que su enfermedad
era un don de Dios para merecer el gran tesoro

Se hallaba San Francisco gravemente enfermo de los ojos, y messer Hugolino, cardenal protector de la Orden, por el tierno amor que le profesaba, le escribió que fuera a encontrarse con él en Rieti, donde había muy buenos médicos de los ojos (1). San Francisco, recibida la carta del cardenal, fue primero a San Damián, donde estaba Santa Clara, esposa devotísima de Cristo, con el fin de darle alguna consolación y luego proseguir a donde el cardenal lo llamaba. Pero, estando aquí, a la noche siguiente empeoró de tal manera su mal de ojos, que no soportaba la luz. Como por esta razón no podía partir, le hizo Santa Clara una celdita de cañizos para que pudiera reposar. Pero San Francisco, entre el dolor de la enfermedad y por la multitud de ratones, que le daban grandísima molestia, no hallaba modo de reposar ni de día ni de noche.

Y como se prolongase por muchos días aquel dolor y aquella tribulación, comenzó a pensar y a reconocer que todo era castigo de Dios por sus pecados; se puso a dar gracias a Dios con todo el corazón y con la boca, y gritaba en alta voz:

-- Señor mío, yo me merezco todo esto y mucho más. Señor mío Jesucristo, pastor bueno, que te sirves de las penas y aflicciones corporales para comunicar tu misericordia a nosotros pecadores, concédeme a mí, tu ovejita, gracia y fortaleza para que ninguna enfermedad, ni aflicción, ni dolor me aparte de ti.

Hecha esta oración, oyó una voz del cielo que le decía:

-- Francisco, respóndeme: si toda la tierra fuese oro, y todos los mares, ríos y fuentes fuesen bálsamo, y todos los montes, colinas y rocas fuesen piedras preciosas, y tú hallases otro tesoro más noble aún que estas cosas, cuanto aventaja el oro a la tierra, el bálsamo al agua, las piedras preciosas a los montes y las rocas, y te fuese dado, por esta enfermedad, ese tesoro más noble, ¿no deberías mostrarte bien contento y alegre?

Respondió San Francisco:

-- ¡Señor, yo no merezco un tesoro tan precioso!

Y la voz de Dios prosiguió:

-- ¡Regocíjate, Francisco, porque ése es el tesoro de la vida eterna que yo te tengo preparado, y cuya posesión te entrego ya desde ahora; y esta enfermedad y aflicción es prenda de ese tesoro bienaventurado! (2).

Entonces, San Francisco llamó al compañero, con grandísima alegría por una promesa tan gloriosa, y le dijo:

-- ¡Vamos donde el cardenal!

Y, consolando antes a Santa Clara con santas palabras y despidiéndose de ella, tomó el camino de Rieti. Le salió al encuentro tal muchedumbre de gente cuando se acercaba, que no quiso entrar en la ciudad, sino que se dirigió a una iglesia distante de ella unas dos millas.

Al enterarse los habitantes de que se hallaba en aquella iglesia, acudieron en tropel a verlo, de forma que la viña de la iglesia quedó totalmente talada y la uva desapareció. El capellán tuvo con ello un gran disgusto y estaba pesaroso de haber dado hospedaje a San Francisco. Supo San Francisco, por revelación divina, el pensamiento del sacerdote; lo hizo llamar y le dijo:

-- Padre amadísimo, ¿cuántas cargas de vino te suele dar esta viña en los años mejores?

-- Doce cargas -respondió él.

-- Te ruego, padre -le dijo San Francisco-, que lleves con paciencia mi permanencia aquí por algunos días, ya que me siento muy aliviado, y deja, por amor de Dios y de este pobrecillo, que cada uno tome uvas de esta tu viña; que yo te prometo, de parte de nuestro Señor Jesucristo, que te ha de dar este año veinte cargas.

Esto lo hacía San Francisco para seguir allí, por el gran fruto espiritual que se producía palpablemente en la gente que acudía; muchos se iban embriagados del amor divino y decididos a abandonar el mundo.

El sacerdote se fió de la promesa de San Francisco, y dejó libremente la viña a merced de cuantos iban a verlo. ¡Cosa admirable! La viña quedó arrasada del todo y despojada, sin que quedara más que algún que otro racimo. Llegó el tiempo de la vendimia; el sacerdote recogió aquellos racimos, los echó en el lagar y los pisó, obtuvo veinte cargas de excelente vino, como se lo había profetizado San Francisco (3).

Este milagro dio claramente a entender que así como, por los méritos de San Francisco, produjo tal abundancia de vino aquella viña despojada de uva, así el pueblo cristiano, estéril de virtudes por el pecado, produciría muchas veces abundantes frutos de penitencia por los méritos, la virtud y la doctrina de San Francisco.

En alabanza de Cristo. Amén.

Las Florecillas de San Francisco Capítulo XX




Visión admirable de un joven novicio
que estaba en trance de salir de la Orden

Un joven muy noble y delicado entró en la Orden de San Francisco; y al cabo de unos días, por instigación del demonio, comenzó a sentir tal repugnancia al hábito que vestía, que le parecía llevar un saco vilísimo; las mangas, la capucha, la largura, la aspereza del mismo, todo se le hacía una carga insoportable. A esto se añadía el disgusto por la vida religiosa. Tomó, pues, la decisión de dejar el hábito y volver al mundo.

Había tomado la costumbre, como le había enseñado su maestro, cada vez que pasaba delante del altar del convento en que se conservaba el cuerpo de Cristo, de arrodillarse con gran reverencia, quitarse la capucha e inclinarse con los brazos cruzados ante el pecho. Y sucedió que la misma noche en que iba a marcharse y salir de la Orden, tuvo que pasar por delante del altar del convento; conforme a la costumbre, al pasar se arrodilló e hizo la reverencia.

En aquel momento fue arrebatado en espíritu, y Dios le mostró una visión maravillosa: vio delante de sí una muchedumbre casi infinita de santos que desfilaban en forma de procesión, de dos en dos, todos vestidos de brocados bellísimos y preciosos; sus rostros y sus manos resplandecían como el sol y se movían al compás de cantos y música de ángeles. Entre aquellos santos había dos, vestidos con mayor elegancia y más adornados que todos los otros, envueltos en tanta claridad, que llenaban de estupor a quien los contemplaba; y hacia el fin de la procesión vio uno adornado de tanta gloria, que semejaba un novel caballero con sus galas.

El joven no cabía de admiración ante tal visión, sin entender qué podía significar aquella procesión; y no osaba preguntar, estupefacto como se hallaba por la dulcedumbre. Cuando ya había pasado toda la procesión, cobró ánimo, corrió detrás de los últimos y les preguntó lleno de temor:

-- ¡Oh carísimos!, os ruego tengáis a bien decirme quiénes son los maravillosos personajes que forman esta procesión venerable.

-- Has de saber, hijo -le respondieron-, que todos nosotros somos hermanos menores, que en este momento venimos de la gloria del paraíso.

-- Y ¿quiénes son -preguntó- aquellos dos que resplandecen más que los otros?

-- Aquellos dos -le respondieron- son San Francisco y San Antonio (4); y ese último que has visto tan honrado es un santo hermano que ha muerto hace poco tiempo; a ése, por haber combatido valerosamente contra las tentaciones y haber perseverado hasta el fin, nosotros lo conducimos en triunfo a la gloria del paraíso. Estos vestidos de brocado, tan hermosos, que llevamos, nos han sido dados a cambio de la aspereza de las túnicas que llevábamos pacientemente en la vida religiosa; y la gloriosa claridad en que nos ves envueltos nos ha sido dada por Dios como premio a la penitencia humilde y a la santa pobreza, obediencia y castidad que hemos guardado hasta el fin. Por tanto, hijo, no te debe resultar penoso llevar el saco de la Orden, tan provechoso, ya que si, por amor de Cristo, desprecias el mundo, y mortificas la carne, y luchas valerosamente contra el demonio, tú también tendrás un día un vestido igual e igual claridad de gloria.

Dichas estas palabras, el joven volvió en sí mismo, y, animado con esta visión, echó de sí toda tentación, reconoció su culpa ante el guardián y los hermanos, y de allí en adelante deseó la aspereza de la penitencia y de los vestidos; y terminó su vida en la Orden en grandísima santidad.

En alabanza de Cristo. Amén.

Thursday, July 9, 2015

Pedir por la Conversión de un Ser Querido


Oración para interceder por esa(s) persona(s) que tanto queremos y que está(n) lejos del Señor.
Pedir por la conversión de un ser querido
Oh Padre, en  el nombre de Tu Hijo Jesús,
y con el poder y la autoridad del Espíritu Santo,
Te pido que llenes a [nombre de la persona]
con el conocimiento de tu voluntad
y le dés toda clase de sabiduría y entendimiento espiritual.

 ¡Querido Señor! Ilumina este hijo/a precioso  tuyo,
enséñale a vivir de una manera que es digna de ti,
para ser plenamente agradable en tu Presencia,
leno de buenas obras, dando buenos frutos
y creciendo en el conocimiento de tu Palabra.

Fortalece esta oveja perdida, querido Señor,
con toda la fuerza de tu Santo Espíritu,
de acuerdo con tu glorioso poder y tu misericordiosa voluntad,
Hazlo apto para  participar de la herencia de los santos en la luz.

Libera a este amado tuyo  del poder de las tinieblas y traslada a [nombre]  al reino de tu amado Hijo Jesús, en quien tenemos redención  y el perdón de los pecados.  Amén.

Oración de Conversión


Una plegaria para quien desea cambiar de vida y abrir su corazón a Jesús.
Oración de conversión
"Si os mantenés fieles a mi Palabra, serán verdaderamente mis discípulos, y conocerán la verdad y la verdad los hará libres" (Jn 8,31-32).



Señor Jesús,

yo me coloco en Tu presencia en oración, y confiado en Tu Palabra abro totalmente mi corazón a Ti.

Reconozco mis pecados y Te pido perdón por cada uno. Yo Te presento toda mi vida, desde el momento en que fui concebido hasta ahora. En ella están todos mis errores, fracasos, angustias, sufrimientos y toda mi ignorancia de Tu Palabra.

¡Señor Jesús, Hijo del Dios vivo, ten compasión de mí que soy pecador(a)!

¡Sálvame, Jesús! Perdona mis pecados, conocidos y desconocidos.

Libérame, Señor, de todo yugo de Satanás en mi vida.

Libérame, Jesús, de todo vicio y de todo dominio del mal en mi mente.

Yo Te pido, Señor, que esa vieja naturaleza mía, vendida al pecado, sea crucificada en Tu cruz. ¡Lávame con Tu Sangre, purifícame, libérame, Señor!

En Tu presencia, quiero perdonar a todas las personas que me ofendieron, que me amargaron, que intentaron el mal contra mí, que me maldijeron y hablaron mal de mí. Y así como estoy pidiendo Tu perdón para mis pecados, contando con Tu gracia, yo las perdono y las entrego a Ti, clamando sobre mí y sobre ellas Tu infinita misericordia.

Y ahora, Jesús, te pido que vengas a mí; yo Te recibo como mi dueño y Señor. Ven a vivir en mí, dame la gracia de vivir intensamente Tu Palabra en todas las circunstancias de mí día a día. Inúndame con Tu Espíritu. Ven a vivir en mí, Jesús, y no permitas que yo me aleje de Ti.

Con todo mi corazón profeso la fe de mi bautismo, confiando en que la Gracia que el Padre nos concede en Ti por el poder del Santo Espíritu me sanará, sostendrá y guiará en esta nueva etapa que hoy comienzo a Tu lado.

Amén.

Fuente "Oraciones Carismáticas" de Maisa Castro, editorial Raboní (Adaptación)

Sunday, July 5, 2015

¿POR QUÉ NOS CUESTA ORAR?




                                            Emmanuel Sicre, SJ

Es habitual que ocurra que las personas que buscan llevar una vida de oración sufran las dificultades propias de todo arte. Falta de concentración, dispersión, postergación, imposibilidad de acceder al mundo interior, falta de voluntad, desgano, justificaciones, forman parte de esta situación. Y “como ya no nos salió”, terminamos dejando de orar. O en el mejor de los casos esperamos alguna oportunidad como para volver, un retiro, unos ejercicios espirituales, un momento de oración comunitario, como si fueran a recomponer la cuestión de raíz. Distinto es cuando la situación nos lleva inevitablemente a la oración. Es el caso de una enfermedad o de un sufrimiento profundo, una confusión o un conflicto grave donde acudir a Dios se hace más "fácil". 

Pero qué es lo que puede estar de fondo y no nos damos cuenta cuando nos pasa que queremos orar y no podemos, o que no nos sale como queremos y nos frustramos abandonando el hábito de hacer oración. ¿No será que nuestro estilo de vida nos invita a nuevos modos de comprender la oración? ¿Acaso hay algún modelo de oración que sea el mejor y no lo sabemos? ¿Será que todos oramos del igual forma o cada uno representa un modelo de oración personal? ¿No será que el Mal Espíritu nos hace trampa? ¿Cuál sería el parámetro para una verdadera oración, dónde radica su punto de apoyo?

El “peligro” de los modelos de oración


Resulta que la fe sólo se transmite a partir de la experiencia de Dios de cada uno en el testimonio de sus obras y sus palabras. Todos hemos recibido la fe como un don de Dios a través de los que nos preceden y que comunicaron su fe en Dios a nuestra experiencia. La familia, la comunidad creyente, los amigos, catequistas, sacerdotes, religiosos y religiosas han sido el eco de Dios para nuestra vida de fe. Han hecho lo mejor posible para enseñarnos la fe que levamos dentro. Así es que fuimos aprendiendo a unir nuestras manos y elevar una oración.

A medida que vamos creciendo en la fe se hace evidente que se torna más personal, porque nuestra comunicación con Dios se profundiza según nuestra particularidad. Ese crecimiento se ve asistido por muchos que nos instruyen en cómo rezar u orar. Desde el primer Padrenuestro hasta la contemplación más mística que hayamos tenido, fuimos introducidos en un modo de hacerlo, una técnica o una recomendación que fue muy oportuna en su momento.


Dicho modelo de oración que fuimos asimilando es susceptible de convertirse en un peligro cuando anteponemos el modelo a la realidad vital en la que nos encontramos. Por ejemplo, si aprendí que para orar tengo que hacer un silencio absoluto cómo voy a hacerlo en medio del bullicio; o si capté que oración es diálogo con Dios y no tengo ganas de hablarle, estoy en un problema; o si me dijeron que para orar bien hay que destinar una hora diaria, cómo hago cuando no tengo tiempo.


El peligro de los modelos o de las técnicas de oración es que pueden convertirse en recetas de cocina espiritual y resultar un manual que no responde a nuestra necesidad concreta ni a la realidad de la oración. Así es que se nos fue creando un concepto de oración que es necesario resignificar. Es decir, preguntarnos, ¿qué es orar para mí en este momento de mi vida? Y no tanto responder a un concepto previo de lo que es la oración cristiana.

Quién podría dudar de que necesitamos con frecuencia ciertas recomendaciones para orar y que hay unas que son más efectivas que otras, y que los grandes orantes de la historia de la fe nos han dado invaluables consejos; pero no pueden convertirse en el centro del problema, porque nos corren el punto de apoyo de la oracióndesplazando la confianza en el Espíritu de Dios y metiendo en su lugar la perseverancia de nuestra voluntad.


Es importante que comprendamos que la oración no la “hacemos” nosotros sino que es Dios quien ora y hace en nosotros. Cuando sentimos el deseo de dirigirnos a él, en verdad es él quien ha tomado la iniciativa y quiere acercarse cada vez más a nosotros para mostrarnos qué quiere de nosotros y cómo está transformando nuestra vida. El trabajo de Dios en nuestra vida es incesante, no acaba, no se apaga porque durmamos, no se toma vacaciones cuando no nos acordamos de él. Dios es un “eterno insistente” que quiere estar con nosotros aún cuando estemos alejados y renuentes.
Comprender la oración desde Dios y no desde nuestra férrea voluntad implica que nuestra tarea sea sólo la de disponernos a lo que Dios está obrando, sanando, pidiendo, alabando, bendiciendo en nosotros.  

Los engaños del Mal Espíritu a quien busca orar


Hay que saber que el Mal Espíritu (ME) no nos quiere cerca de Dios y hará todo lo posible para alejarnos y hacernos abandonar la experiencia de aquello que llamamos oración. Su estrategia de separación regularmente va de afuera hacia adentro, de los detalles al núcleo, de la superficie al deseo. Funciona como una especie de “cáncer espiritual”. Aquí es importante aclarar que lo que hace el ME es atacar nuestra voluntad y no la de Dios que es darnos vida, somos nosotros los tentados y no Dios.

En efecto, es probable que nos aleje polarizando nuestras intenciones. Si vivimos la oración como una experiencia más bien gratuita de comunicación con Dios, el ME nos cuestiona la productividad del tiempo de oración. Si entendemos que la oración es una experiencia afectiva del amor de Dios, el ME hará lo imposible para hacerla exclusivamente racional llevándonos a sacar conclusiones y resolver lógicamente el misterio, o a pensar que si no “sentimos” nada no tiene sentido. Si comprendemos la oración como diálogo con Dios, nos hace creer que es un monólogo nuestro atacando la paciencia que requiere caminar con los ritmos de Dios. Si oramos en la acción, nos llevará a cambiar la ecuación y hacernos pensar que “hacer” es más importante que orar. Si buscamos al rezar una experiencia de consolación, nos hará buscar las consolaciones de Dios y olvidar al Dios de la consolación. Si optamos por orar con textos, hará que lo que dice el texto sea más importante que Dios mismo. Si oramos con la Palabra, hará que se convierta en un texto conocido que no hace falta releer. Si al orar tenemos poco tiempo, pretenderá que cada vez tengamos menos. Si entendemos la oración como partir de la realidad, hará que la realidad sea tan cruda que Dios nunca pueda habitar en ella. 

Y así cada uno podría identificar cuál es el engaño que el ME pone en su camino de búsqueda de Dios en la oración. Lo importante es detectar cuál es mi intención para saber que la polarizará o exagerará hasta sacarnos de ella. Por esto la oración no tiene que estar centrada en mí sino en Él. No en lo que yo quiero, yo busco, yo pretendo, yo necesito, yo, yo… sino en Él.  Así el ME evita que tomemos contacto con el deseo del encuentro mutuo con Dios. 

Pautas para una vida de oración

Si resulta que los modelos de oración son "peligrosos" y el mal espíritu está al acecho de nuestra voluntad centrándonos en nosotros mismos, ¿qué es en definitiva lo que nos hizo volcarnos a la oración en algún momento de nuestra vida y que ahora nos tiene en conflicto? ¿Se trata de una falsa tensión o de una situación vital? Como dice san Juan de la Cruz en su Cántico Espiritual:  
 ¿Adónde te escondiste,
amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti, clamando, y eras ido.

Digamos que vivir esta tensión respecto de la vida de oración es muy sana porque declara que el deseo de Dios está vivo en nosotros. Lo que sucede quizá es que no hemos sabido canalizarla de un modo adecuado y nos resulta complicada. Cada vez que nos acordamos de que no hemos orado o de que tenemos una deuda pendiente estamos escuchando la voz del Espíritu de Dios que nos invita a estar con él. Cada vez que queremos rezar y nos cuesta estamos avanzando en el crecimiento espiritual. Cada vez que deseamos orar es Dios mismo el que nos habla desde adentro.

Pero, hay que dar un paso más dejando que sea Dios quien ore en nosotros. La confianza del buscador de Dios es saberse sostenido por él y asistido en el momento de la prueba. La confianza en la oración del Espíritu en nosotros tiene que ser más amplia que la que ponemos en nuestra voluntad de oración. Por eso san Pablo les dice a las comunidades romanas: “y de la misma manera, también el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos orar como debiéramos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables; y aquel que escudriña los corazones sabe cuál es el sentir del Espíritu, porque Él intercede por los santos conforme a la voluntad de Dios”. (1Rom 8,26-27)

Es decir, es necesario dar el salto que nos lleva a ser parte del misterio. Si no comprendemos que Dios habita nuestra realidad cotidiana en cada persona con la que nos encontramos, en cada trabajo que realizamos, en cada cosa que vemos, sentimos, olemos, gustamos, oímos, en cada parte de nuestro cuerpo, en el descanso, en los sueños, en cada cosa que no comprendemos, en cada cruz propia o ajena, en cada último rincón de lo humano, no podremos confiar en que Él nos lleva a nosotros y no nosotros a él.

Tenemos que abrir la puerta al Misterio para entrar en él como se entra a una fiesta en la que hemos sido invitados desde adentro. No es nuestra fiesta sino la suya.

Si nos dejamos provocar por el Misterio del Dios que nos anunció Jesús daremos crédito a aquello de María cuando dice "mi alma canta la grandeza de Dios mi salvador, porque ha mirado la pequeñez de su servidora" (cf. Lc 1, 46-55) y entonces Dios nacerá en nosotros, y entonces Dios hará maravillas, y entonces el Reino crecerá en nosotros, y entonces la cruz tendrá sentido, y entonces la paz amarrada con la justicia dará a luz el amor que te llevará a ser cada vez más hermano, más hijo, más creatura.

Por eso, cada vez que sintamos que no oramos como queremos, recordemos que el Espíritu ya lo está haciendo por nosotros al Padre, para hacernos cada vez más otros Cristos. Y descansemos confiando en que Él sabrá qué hacer.