Thursday, May 21, 2015

María Dentro de la Iglesia de Jerusalén en los Días de Pentecostés





En Hechos 1.14 Lucas es puntual en decirnos que después de la ascensión de Jesús "todos ellos [o sea, los once apóstoles] perseveraban unánimes en la oración con las mujeres y con María, la madre de Jesús, y con sus hermanos". Es muy significativo que, además de los apóstoles (v. 13), se recuerde solamente a la Virgen con su nombre propio (María), acompañado de su máximo titulo funcional (la madre de Jesús). Pero ella no está separada del resto de la iglesia. Aunque tuvo una misión excepcional y única, María está en la iglesia y con la iglesia apostólica de Jerusalén, madre de todas las iglesias cristianas. Poco después, Pedro recordará que Judas "guió a los que prendieron a Jesús" (v. 16). El recuerdo de esa defección, a la que siguió luego la del mismo Pedro (Lc 22,34.54-62), hace también de la comunidad de Jerusalén un cenáculo de misericordia, de perdón: María está rodeada de los que abandonaron al Maestro en la hora de las tinieblas (cf Lc 22,53). Esta reflexión no constituye el punto focal de la narración de Lucas. Pero tampoco podría decirse totalmente extraña a ella. Una tenue sugerencia en su favor puede verse en el discurso de Pedro para la sustitución de Judas (He 1,15-22) y en la negación del mismo apóstol, tal como nos lo narra también el tercer evangelio (Lc 22,34.54-62).

Realmente Lucas, desde el primer capítulo de los Hechos, polariza la atención en el tema del testimonio que hay que rendir del Señor Jesús. En este horizonte también la presencia de María tiene una finalidad perfectamente comprensible. Lo señalaremos articulando nuestra exposición en tres cuestiones relativas a su persona en He 1,14.

a) Los destinatarios del don del Espíritu en pentecostés. Empecemos por preguntarnos: ¿quienes son esos todos reunidos juntos el día de pentecostés (He 2,1), investidos del soplo del Espíritu que los capacitó para promulgar en otras lenguas las grandes obras de Dios (He 2,4.11)? Este interrogante afecta también a la figura de María: ¿hemos de contarla o no entre aquellos todos?

Los componentes de la comunidad jerosolimitana, aquella mañana de pentecostés, podrían ser: el colegio apostólico, mencionado inmediatamente antes para la elección de Matías en lugar de Judas (He 1,1526); o los 120 hermanos que se recuerdan en He 1,15 70, o bien los tres grupos especificados en los vv. 13-14: los apóstoles (aún en número de once), las mujeres (probablemente las señaladas por Lc 8,2-3 23,55-56 24,1-11), María madre de Jesús y sus hermanos.

NU/120-HERMANOS: La mayor parte de los autores está por los 120 hermanos que representan a todos los miembros de la iglesia de Jerusalén, reunida en torno a los doce. El mismo Lucas ofrece indicios válidos para esta opción. En efecto: 1) según Lc 24, Jesús resucitado promete la efusión del Espíritu (v. 49) a los once y a cuantos estaban con ellos (v. 33); 2) la profecía de Joel, invocada por Pedro para hacer la exégesis del acontecimiento, anunciaba una efusión del Espíritu sobre toda carne (persona): hijos e hijas, jóvenes y ancianos, siervos y siervas (He 2,17-18); 3) en su discurso Pedro explica también que el don del Espíritu sería recibido por todos los que se arrepintiesen y pidieran el bautismo en el nombre de Jesucristo (He 2,38). Y las personas que acogieron la palabra de Pedro fueron "unos tres mil" (v. 41).

Así pues, si el Espíritu se concedió a todos los recién convertidos en tan gran número, sería poco congruente pensar que ese mismo don no bajase sobre todos los 120 que creían ya en Jesús.

b) Pentecostés y testimonio. En el cuadro de la doctrina lucana, el Espíritu prometido por Jesús resucitado iba ordenado a una finalidad muy concreta, es decir, al testimonio. En efecto, decía Jesús: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en SaMaría y hasta los confines de la tierra" (He 1,8).

Revestidos de la fuerza del Espíritu Santo (I c 24,49), los once y los que había con ellos (Lc 24,33.36) estarán en disposición de dar testimonio (Lc 24,48) de los acontecimientos de la historia de la salvación, que culminan en Jesús. En concreto: que el Cristo tenía que padecer y resucitar el tercer día (v. 46b); que en su nombre se predicaría a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados, empezando por Jerusalén (v. 47); que todas esas cosas estaban anunciadas de antemano sobre él en las Escrituras (vv. 45.46a) y que, por tanto, todo aquello tenía que cumplirse (vv. 44b.46b).

El Espíritu Santo, decían los oráculos de los profetas, habría hecho de Israel un pueblo de testigos (Is 43,10.12.21;44,3.8;Jl 3,1-2). Con la efusión pentecostal del Espíritu, enviado por Jesús resucitado (He 2,32-33), esa efusión se convirtió en herencia de "toda la casa de Israel" (cf He 2,36), que es ahora la iglesia de Cristo (cf He 20,28).

Por ello los que formaban parte de la iglesia de Jerusalén (los apóstoles, las mujeres, María y los hermanos de Jesús), después de que todos se llenaron del Espíritu (He 2,14a), se hicieron idóneos para dar testimonio del Señor Jesús, cada uno según su disposición. Desde aquel día también María se vio plenamente iluminada por el Espíritu sobre todo lo que había hecho y dicho Jesús. Desde entonces es razonable pensar que ella comenzó a derramar sobre la iglesia los tesoros que hasta entonces había tenido encerrados en el archivo de sus meditaciones sapienciales. Así también la Virgen se convirtió en testigo de las cosas vistas y oídas (cf Lc 1,2).

Comenta X. Pikaza: "Ella dio testimonio del nacimiento de Jesús, del camino de su infancia; Jesús no habría sido acogido por la iglesia en la integridad de su ser hombre si le hubiera faltado el testimonio vivo de una madre que lo había engendrado y criado. Dentro de la iglesia, María es una parte de Jesús… Hay algo que ni los apóstoles ni las mujeres ni los hermanos habrían podido atestiguar. Le corresponde a María consignar esa palabra única e insustituible al misterio de la iglesia. Por eso aparece ella en He I,14" (María y el Espíritu Santo… ).

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